domingo, 29 de octubre de 2017

Antroponimia literaria: Beatriz - Parte III


Hace cuatro años, publiqué en este mismo blog dos entradas tituladas Antroponimia Literaria (1 y 2), en las que mencionaba a algunos de los personajes de la historia de la literatura que han respondido al mismo nombre que yo. 
Explicaba que me enamoré de mi propio nombre con el paso de los años, cuando me encontré con la musa de Dante Alighieri y con la dama obstinada de Shakespeare. Y, además de esas dos, también incluí en la enumeración a las respectivas Beatrices de Charles Baudelaire y de Lewis Carroll.

Ayer, pensando en la situación de Cataluña/Catalunya y en lo surrealista (e inaceptable, por ambas partes) que me resulta todo lo que está sucediendo, decidí que era el momento de leer alguno de los esperpentos de Valle-Inclán. La verdad es que hace mucho que quería iniciarme en ellos (más allá de los fragmentos que estudiábamos en el instituto) y una semana atrás estuve de pasada junto a su museo en A Pobra do Caramiñal; total, que ayer decidí que era el día de encontrar en la ficción alguna conexión que justificara esta realidad tan absurda que tenemos ahora mismo en el país. Me puse a buscar en la biblioteca de mi e-reader y, aparte de Luces de bohemia, encontré otro título del autor pontevedrés: Beatriz (Satanás). Y ya sabéis.

Beatriz (Satanás) es un relato corto que se puede enmarcar dentro de la narrativa gótica por su ambientación, por los elementos sobrenaturales que aparecen en ella y por la sorpresa que encierra. Del personaje de Beatriz se sabe poco, ya que la historia se centra en el momento en que se encuentra traumatizada, poseída por el Demonio, según creen su madre la Codesa y el resto de personas de su entorno inmediato. Beatriz es sólo una niña lastimera que yace en una cama enfrentada a un enemigo que la consume.

Beatriz parecía una muerta: con los párpados entornados, las mejillas muy pálidas y los brazos tendidos a lo largo del cuerpo, yacía sobre el antiguo lecho de madera, legado a la Condesa por Fray Diego Aguiar, un Obispo de la noble casa de Barbanzón tenido en opinión de santo. La alcoba de Beatriz era una gran sala entarimada de castaño, oscura y triste. Tenía angostas ventanas de montante donde arrullaban las palomas, y puertas monásticas, de paciente y arcaica ensambladura, con clavos danzarines en los floreados herrajes. El Señor Penitenciario y Misia Carlota, la Generala, retirados en un extremo de la alcoba, hablaban muy bajo. El canónigo hacía pliegues al manteo. Sus sienes calvas, su frente marfileña, brillaban en la oscuridad. Rebuscaba las palabras como si estuviese en el confesionario, poniendo sumo cuidado en cuanto decía y empleando largos rodeos para ello. Misia Carlota le escuchaba atenta, y entre sus dedos, secos como los de una momia, temblaban las agujas de madera y el ligero estambre de su calceta. Estaba pálida, y sin interrumpir al Señor Penitenciario, de tiempo en tiempo repetía anonadada:-¡Pobre niña! ¡Pobre niña!

A pesar de su brevedad, el relato encierra una reflexión muy interesante sobre la verdadera naturaleza del horror y los monstruos. 


Hay todavía otra Beatriz literaria de la que no había hablado, pero a la que conocí hace un año o dos, al leer La sombra del viento de Carlos Ruiz Zafón (en su día, le dediqué algunos párrafos a mi opinión sobre esa novela). Esta Beatriz (Bea) funciona como interés amoroso del protagonista, Daniel; y, aunque no llega a interesar mucho más allá de eso, hay algunos fragmentos bastante bonitos que hablan de ella. Si algo me gusta de Zafón, son sus descripciones y ambientación.

Tomás tenía una hermana un año mayor que nosotros, Beatriz. A ella le debía nuestra amistad, porque si no la hubiese visto aquella lejana tarde de la mano de su padre, esperando el término de las clases, y no me hubiese decidido a hacer un chiste de pésimo gusto sobre ella, mi amigo nunca se habría lanzado a darme una somanta de palos y yo nunca hubiera tenido el valor de hablar con él. Bea Aguilar era el vivo retrato de su madre, y la niña de los ojos de su padre. Pelirroja y pálida a morir, se la veía siempre enfundada en carísimos vestidos de seda o lana fresca. Tenía el talle de maniquí y caminaba erguida como un palo, pagada de sí misma y creyéndose la princesa de su propio cuento. Tenía los ojos azul verdoso, pero ella insistía en decir que eran de color «esmeralda y zafiro». Pese a haber pasado un montón de años en las teresianas, o quizá por eso mismo, cuando su padre no miraba, Bea bebía anís en copa alta, gastaba medias de seda de La Perla Gris y se maquillaba como las vampiresas cinematográficas que perturbaban el sueño de mi amigo Fermín. Yo no podía verla ni en pintura, y ella correspondía a mi franca hostilidad con lánguidas miradas de desdén e indiferencia. 
Bea tenía un novio haciendo el servicio militar como alférez en Murcia, un falangista engominado llamado Pablo Cascos Buendía, que pertenecía a una familia rancia y propietaria de numerosos astilleros en las rías. El alférez Cascos Buendía, que se pasaba media vida de permiso merced a un tío suyo en el Gobierno Militar, siempre andaba largando peroratas sobre la superioridad genética y espiritual de la raza española y el inminente declive del Imperio bolchevique. 
—Marx ha muerto —decía solemnemente.  
—En 1883, concretamente —decía yo. 
—Tú calla, desgraciado, a ver si te pego una leche que te mando a La Rioja. 
Más de una vez había sorprendido a Bea sonriendo para sí ante las sandeces que profería su novio el alférez. Entonces ella alzaba la mirada y me observaba, impenetrable. Yo le sonreía con esa cordialidad débil de los enemigos en tregua indefinida, pero apartaba los ojos rápidamente. Antes me habría muerto que admitirlo, pero en el fondo de mi ser le tenía miedo.



¿Me vais a decir que soy la única loca que va por ahí leyendo todo lo que lleva su nombre? No sé los vuestros, pero el mío tiene una presencia importante en la literatura y me alegro de haber podido escribir una tercera parte para esta sección. 

¿Habrá cuarta? ¡Ojalá!

3 comentarios:

  1. ¡Hola Bea!

    Bien, ahora ya conozco tu nombre. ¡Vaya! Es que no te lo vas a creer. No me he dedicado a buscar personajes con mi nombre por la literatura. No se me había ocurrido jaja. Soy un despistado. Y más hoy, que no es mi día. Y me he puesto a pensar en algún libro donde haya visto mi nombre y no logro recordar ninguno. ¿Tú sí? Si sabes de alguno me dices para agregarlo a mi lista de lecturas. Pero no creo que supere a tu nombre. Ya tienes todo el honor de aparecer en La divina comedia, hasta Ruiz Zafón te puso en su libro. Te mando un gran abrazo y gracias por los ánimos!!

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  2. Hola, Bea.
    Yo también ahora ya conozco tu nombre. Pues yo lo que hago mucho es que cada vez que alguien en las serie dice Mary respondo. Si, es un poco raro pero como nadie tiene mi nombre donde yo vivo pues me hace gracia hacerlo. En la literatura no me he encontrado nadie con el nombre de Meritxell pero puede que algún día lo vea en un autor de Cataluña o Andorra.
    Me quedo con el relato de Beatriz Satanás suena ideal para estas fechas.
    Muy interesante la entrada.
    Un beso.

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  3. ¡Hola a los dos! Reconozco que Meritxell es más complicado; no sé si tiene algún equivalente más "latino" del que puedas tirar.
    Ricardo, vete a Shakespeare y algunos te ecuentras. :)

    ¡Gracias por pasaros!

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